miércoles, 30 de enero de 2008

EL CAPITAL NATURAL


Texto de Paul Hawken, publicado en la revista Integral (Junio y Julio de 2000)

Resumen del libro Natural Capitalism (1999),

de P. Hawken, A. Lovins y L. Hunter Lovins.

1. EL CAPITAL IGNORADO

En algún punto a lo largo del camino del capitalismo de libre mercado, las sociedades más desarrolladas como la nuestra se han convertido también en las más derrochadoras del planeta. La mayoría de nosotros lo sabemos. Está el derroche que se ve: atascos de tráfico, vídeos irreparables, tazas de café de poliestireno, cementerios de basura. Y está el derroche que no se ve: gases invernadero, residuos radioactivos y químicos errabundos. Y está además el derroche social en el que no queremos pensar: personas que viven bajo mínimos, ancianos olvidados por la sociedad, delincuencia, creciente racismo…

Estamos acostumbrados a percibir el deterioro social y ambiental como algo distinto, sin relación alguna. Pero de hecho, los dos son producto de la misma lógica industrial. Si retiramos la cortina ideológica lo que vemos es que el industrialismo, incluso según sus propias normas, es un sistema extraordinariamente ineficaz.

El industrialismo moderno apareció en un mundo muy diferente del que vivimos hoy en día: menos gente, menos bienestar material, abundantes recursos naturales. Como resultado del éxito de la industria y del capitalismo, estas condiciones se han invertido ahora. Actualmente, un mayor número de gente persigue una cantidad menor de recursos naturales.

Pero la industria todavía opera bajo las mismas normas, utilizando más recursos para hacer a una cantidad menor de gente cada vez más productiva. La consecuencia es un derroche masivo tanto de recursos como de gente.

Dentro de unas décadas, reflexionaremos sobre la época de finales del siglo XX y nos preguntaremos por qué las empresas y la sociedad ignoraron estas tendencias durante tanto tiempo: cómo una especie pensó que podía florecer mientras la naturaleza menguaba. Los historiadores mostrarán, quizá, cómo los políticos, los medios de comunicación, la economía y el comercio crearon un régimen industrial que derrochó nuestro medio ambiente social y natural, y llamó a eso crecimiento. Como describió Bill McKibben: “las leyes políticas y las leyes de la física han crecido de un modo cada vez más divergente y las leyes físicas no es muy probable que transijan”.

La actividad económica requiere de sistemas de vida para su prosperidad; pero es propio de estos tiempos que sea necesario decirlo. De hecho, el sistema industrial se basa en principios contables que provoca rían la bancarrota de cualquier empresa.

Capital Natural

Las teorías de la economía convencional no dirigirán nuestro futuro por una razón muy simple: nunca han puesto el “capital natural” en el balance económico. Cuando se incluye, no como un bien gratuito ni como un suministro infinito, sino como una parte integrante y valiosa del proceso de producción, todo cambia. Los precios, los costes, y aquello que es y lo que no es económicamente bueno cambia drásticamente.

Las industrias destruyen el capital natural porque, históricamente, siempre se han beneficiado de hacerlo. Mientras que las empresas creaban con éxito más productos y trabajos, el consumidor cada vez pedía más, agravando la destrucción del capital natural. Todo esto está a punto de cambiar.

Todo el mundo está familiarizado con la definición tradicional de capital como la riqueza acumulada en forma de inversiones, bienes y equipamiento. El “capital natural”, por otro lado, comprende los recursos que utilizamos, tanto los irremplazables (petróleo, carbón, hierro) como los reemplazables (bosques, pesca, pastos). Aunque habitualmente pensamos en los recursos reemplazables en términos de materiales necesarios, tales como la madera, su valor más importante reside sin embargo en los servicios que pueden proporcionar. Dichos servicios, aunque diferentes, están relacionados con los propios recursos. No se trata de pasta para papel, sino de la protección del bosque; no es comida, sino la capa superficial del suelo. Los sistemas de vida nos alimentan, nos protegen, nos curan, limpian, nos permiten respirar. Son los “ingresos” que se derivan de un entorno saludable: aire y agua puros, climas estables, pluviosidad, productividad de los océanos, suelo fértil, cuencas, y las funciones menos apreciadas del medio ambiente, como el procesamiento de residuos, tanto naturales como industriales.

Nature´s Services, un libro publicado en 1997 por la bióloga de la Universidad de Stanford Gretchen C. Daily, estima en trillones de dólares el valor de los servicios de un ecosistema básico recibidos anualmente a través de la actividad económica.

Factor límite

Hasta 1970, el concepto de capital natural era algo absolutamente irrelevante en la actividad económica, y todavía lo es en la mayoría de compañías. A lo largo de toda la época industrial, los economistas consideraron el capital social (dinero, fábricas…) como el factor principal en la producción industrial y percibieron el capital natural como un contribuyente marginal. La exclusión del capital natural de las hojas de balance era una omisión comprensible. Existía en tal cantidad que parecía que no valía la pena contarlo. Pero eso ya se ha acabado.

Históricamente, el desarrollo económico ha afrontado un variado número de factores restrictivos, incluyendo la disponibilidad de mano de obra, recursos de energía, maquinaria y capital financiero. La ausencia o merma de un factor restrictivo puede impedir que un sistema crezca. Si te encontraras aislado por una tormenta de nieve, necesitarías agua, comida y calor para sobrevivir. Tener más cantidad de sólo uno de esos factores no puede compensar la ausencia de otro. Beber más agua no compensa la falta de ropa si te estás congelando.

En el pasado, aun aumentando los factores restrictivos, las sociedades industriales seguían desarrollándose económicamente. Aunque no siempre de un modo agradable: la esclavitud “satisfacía” la falta de mano de obra, del mismo modo que la inmigración lo hacía con las altas tasas de natalidad. Las empresas mineras explotaron carbón, petróleo y gas para satisfacer las crecientes demandas de energía. La necesidad de ahorrar mano de obra provocó la invención de máquinas de vapor, hiladoras, cosechadoras y telégrafos. El capital financiero se volvió universalmente accesible mediante bancos centrales, créditos, la bolsa y los mecanismos de cambio de moneda.

Como las economías crecen y cambian, surgen ocasionalmente nuevos factores restrictivos. Cuando eso sucede sobreviene una reestructuración masiva. Nada funciona como antes. Comportamientos que se consideraban económicamente seguros se vuelven inseguros o destructivos.

El economista Herman E. Daly advierte que estamos afrontado una coyuntura histórica en la que, por primera vez, los límites a la creciente prosperidad no son la falta de capital de cosas hechas por la mano del hombre, sino la falta de capital natural. Los límites de la pesca no son los barcos, sino las reservas de peces; los límites de la producción de pasta de papel y leña no son los aserraderos, sino bosques poblados.

Como todos los otros factores restrictivos anteriores, la emergencia del capital natural como una fuerza económica planteará un problema para las instituciones reaccionarias. Pero para aquellos que deseen aceptar los desafíos de una nueva era, presentará una increíble oportunidad.

El precio de la información

El valor del capital natural se ve enmascarado por un sistema financiero que nos facilita información incorrecta. El dinero, los precios y los mercados no nos proporcionan información exacta acerca de cuánto cuestan nuestros suburbios, autopistas y el poliuretano. Es todo lo demás lo que nos facilita una información exacta: nuestros agobiados aires y ríos, nuestra tierra demasiado utilizada, nuestros núcleos urbanos deprimidos. Todo esto proporciona una in-formación que nuestros precios deberían facilitarnos y no lo hacen.

Diré algo que sonará sorprendente: la economía de los Estados Unidos no está creciendo en absoluto y ha dejado de crecer hace unos 25 años. Obviamente, no nos estamos refiriendo al Producto Interior Bruto (PIB), que se mide en dólares, el cual ha aumentado un 2,5 por ciento anual desde 1973. Sino que hablamos de bienestar, porque a pesar de este crecimiento hay poca evidencia de una mejora en la vida, ni de mejores estructuras, ni de aumentos reales en los salarios, ni de más tiempo para el ocio y para la familia, ni de una mayor seguridad económica.

La lógica aquí es simple, aunque poco ortodoxa. Desconocemos si nuestra economía está creciendo porque los índices en los que confiamos, como el PIB, no miden el crecimiento. El PIB mide las transacciones monetarias basándose en la presunción de que cada vez que un dólar o una peseta cambia de manos se produce un crecimiento económico. Pero hay una gran diferencia entre los intercambios financieros y el crecimiento. Compara por ejemplo una reforma en tu hogar con una estancia de dos semanas en el hospital por los daños sufridos por un accidente de coche. Digamos que ambos cuestan lo mismo. ¿Cuál es crecimiento? El PIB no hace distinción entre lo uno y lo otro.

Actualmente, los economistas cuentan la mayoría de los desperdicios industriales, ambientales y sociales como PIB, junto con los plátanos, coches y muñecas Barbie. El crecimiento incluye todos los gastos, no importa si la sociedad se beneficia de ellos o la perjudican. Esto incluye por igual el coste de los servicios de urgencias y las prisiones, las limpiezas de tóxicos y los refugios para gente sin hogar, las denuncias y los tratamientos para el cáncer, los divorcios y toda la basura a lo largo de los laterales de cada carretera.

En lugar de contar el deterioro como parte del crecimiento económico, necesitamos restar lo que perdemos de lo que ganamos para poder ver si estamos avanzando o quedándonos rezagados. Desgraciadamente, en lo que se refiere al crecimiento económico, los gobiernos usan una calculadora sin el signo de menos.

Desperdiciar personas

La industria siempre ha buscado aumentar la productividad de los trabajadores y no de los recursos. Y por buenas razones. La mayoría de los precios de los recursos han bajado durante 200 años, debido, y no en pequeña medida, al extraordinario aumento de nuestra habilidad para arrancar, cosechar, navegar, extraer y explotar los recursos. Si la competencia favorece a los proveedores con bajo precio, y los recursos son baratos, entonces los negocios utilizarán naturalmente más y más recursos para maximizar la productividad de los trabajadores.

Tal estrategia resultaba sensata cuando la población era menor y los recursos abundaban. Pero para hacer frente a las necesidades del futuro, la economía de los negocios contemporáneos es pre-copernicana. No podemos curar las heridas sociales o “salvar” el medio ambiente mientras nos aferremos a las anticuadas presunciones industriales de que el colmo del progreso de una empresa es utilizar más aparatos y menos gente. Nuestra manera de pensar es retrógrada: no deberíamos usar más de aquello que escasea (capital natural) para poder usar menos de lo que tenemos en mayor cantidad (gente). Es como quemar los muebles para calentar la casa.

Nuestra búsqueda de aumentar la productividad de la mano de obra a cualquier precio no sólo merma el medio ambiente sino que también reduce la mano de obra. Del mismo modo que el exceso de producción puede agotar la capa superficial del suelo, el exceso de productividad puede agotar la mano de obra. La presunción básica de que una mayor productividad conducía a disponer de más tiempo para el ocio y mayor bienestar, aunque fuera cierta durante unas cuantas décadas, ahora se ha convertido en un mal chiste. En Estados Unidos, por ejemplo, las personas que trabajan –y supuestamente son más productivas- se encuentran con que están trabajando entre 100 y 200 horas más por año que hace 20 años. Y a pesar de eso, los sueldos reales no aun aumentado en más de 20 años.

Al mismo tiempo, a las personas que han sufrido un reajuste de plantilla o han visto su trabajo desaparecer por completo se les dice, como a millones y millones de jóvenes en todo el mundo, que hemos creado un sistema económico tan ingenioso que no les necesita, excepto tal vez para hacer algún servicio doméstico.

Aun así seguimos buscando obstinadamente nuevas tecnologías que permitan que esto siga durando. Hoy en día, despedimos a personas perfectamente capaces, para exprimir otra oleada de beneficios. Cuando, tal y como dijo el físico Amory Lovins y Ernst von Weizsäcker ha advertido repetidamente, lo que debemos despedir son los kilovatios no productivos, los barriles de petróleo, las toneladas de material y la pasta de madera de los bosques viejos, y contratar a más gente para hacerlo.

De hecho, reducir el uso de los recursos contribuye a crear más puestos de trabajo y disminuye el impacto que producimos en el medio ambiente. Podemos crecer, usar menos recursos, bajar los impuestos, aumentar el gasto social, reducir el tamaño de las Administraciones y empezar a restaurar los entornos dañados, tanto los naturales como los sociales.

Llegados a este punto, es fácil ser escéptico. Si las alternativas económicas son tan atractivas, ¿por qué no las estamos poniendo en práctica ya? Es una buena pregunta. Pero para que no penséis que estos proyectos son redomadamente optimistas, tenéis que saber que mi optimismo surge de la magnitud del problema, no de la facilidad de las soluciones.

2. CRECER SIN DESTRUIR

En el año 2050 la población mundial puede doblarse, según las peores perspectivas, y los estándares de vida también, si contamos con que la parte del mundo que se está desarrollando económicamente compartirá el mismo tipo de vida y consumo que predomina hoy en día en las sociedades desarrolladas. Para hacer posible esto, los recursos usados (y los residuos relacionados con ellos) deberían multiplicarse por 16 en estas cinco décadas. Los gobiernos, la ONU y las corporaciones industriales trabajan con estos datos. Pero en privado nadie cree que pueda aumentarse el rendimiento industrial en un factor ni remotamente cercano a 16 si tenemos en cuenta los límites naturales del planeta.

Hasta el momento, hemos creado retorcidas teorías económicas y sistemas contables para no abordar el problema de la productividad de los recursos disponibles y del despilfarro que conlleva nuestro actual modelo económico. Puedes ganar el Premio Nobel de Economía y viajar al Palacio Real de Estocolmo en una berlina dorada creyendo que los viejos bosques que rodean el camino son más valiosos en forma de liquidez (convertidos en cajones para fruta o Páginas Amarillas), que como una preocupación creciente. Pero pronto nos daremos cuenta colectivamente de lo que cada uno de nosotros, individualmente, ya sabe: es más económico cuidar de algo (una casa, un coche, un planeta) que dejar que se deteriore y tratar de arreglarlo después.

Evitar el despilfarro

¿Por qué no es eficiente nuestra economía? Porque despilfarra los recursos. Por ejemplo, los coches son apenas eficientes en un 1%, en el sentido de que por cada 100 litros de gasolina, de hecho, sólo un litro hace mover a los pasajeros. Del mismo modo, sólo entre un 8 y un 10 por ciento de la energía utilizada para calentar el filamento de una bombilla incandescente se transforma en luz visible. Las moquetas sintéticas permanecen en el suelo durante unos doce años, después de lo cual se que-dan en los cementerios de basura durante unos 20.000 años o más; es decir, una vida activa inferior a un 0,6%.

Según Robert Ayres, un líder en el estudio del metabolismo industrial, aproximadaente un 94% de los materiales extraídos para ser utilizados en la fabricación de productos perdurables se convierten en desechos, incluso antes de que el producto llegue a fabricarse. En total, la eficacia de los materiales y de la energía que se utiliza en un país como Estados Unidos no sobrepasa el 1 o 2 por ciento. Dicho de otro modo, la industria norteamericana utiliza cien veces más material y energía de lo que teóricamente es necesario para poder prestar los servicios a los consumidores.

Amory Lovins publicó en 1976 su ahora famoso ensayo “Estrategia de la energía: ¿El camino que no se ha seguido?”. El argumento de Lovins era simple: en lugar de seguir una trayectoria harto difícil, pidiendo un aumento constante del suministro de energía, hay que plantearse cómo suministrar el uso final de la energía con el menor coste posible. Dicho de otro modo, a los consumidores no les interesan los vatios, las unidades térmicas o los gigajulios. Los consumidores quieren lugares de trabajo bien iluminados, duchas calientes, hogares confortables, transporte eficaz… La gente quiere el servicio que proporciona la energía. Lovins señaló que un sistema de energía inteligente proporcionaría este servicio a un bajo coste. Como ejemplo, comparó el coste del material aislante con el coste de la energía nuclear. La política de construcción de plantas nucleares representaba la doctrina de “suministrar energía a cualquier coste” que todavía perdura hoy en día. Lovins afirmó que no tenía sentido utilizar plantas de energía nuclear caras para calentar los hogares y luego dejar que ese calor se escape porque a los hogares les falta aislamiento. Lovins sostenía que podríamos ganar más dinero ahorrando energía que derrochándola. Sus predicciones resultaron ciertas, a pesar de que sus propuestas fueron desatendidas durante mucho tiempo. Hoy en día, la energía nuclear está moribunda, no a causa de las protestas antinucleares, sino porque no es competitiva.

En 1976, los expertos discutían si Estados Unidos podría llegar a conseguir un ahorro de energía del 30%. Décadas después, habiendo obtenido ya un ahorro de más del 30% con respecto a los niveles de 1976 (lo que significa 180.000 millones de dólares al año), los expertos se preguntan si ahora podemos conseguir entre un 50 y un 90 por ciento de ahorro adicional. Lovins cree que podríamos ahorrar hasta un 99%. Puede parecer ridículo, pero no más de lo había sonado al principio de la Revolución Industrial la reivindicación de que los trabaja-dores del sector textil usaran engranajes y motores para aumentar su eficacia.

La revolución de la productividad de los recursos está a punto de cruzar un umbral similar. Las tecnologías más perdurables –como ventiladores, luces, bombas, motores y otros productos que hayan dejado registro probado de su efectividad, combinado con un inteligente diseño mecánico y de construcción- podría reducir en un 90% su consumo de energía.

Hacer más con menos

La revolución de los recursos emerge en todas las áreas de los negocios. En la industria de los productos forestales, los centros de intercambio de información están identificando ahora cientos de técnicas que pueden reducir el uso de la madera y de la pasta de madera hasta en un 75% sin disminuir la calidad de las viviendas, los “servicios” su-ministrados por el papel y los libros o la necesidad de un pañuelo de papel. Los constructores pueden utilizar ahora docenas de materiales, incluidos los hechos a partir de arroz y espigas de trigo, papel prensado y tierra, en vez de tacos, láminas de madera y hormigón.

Los arquitectos del “nuevo urbanismo”, como Peter Calthorpe, Andres Duany, Elizabeth Plater-Zyberk y otros, están diseñando comunidades que podrían eliminar en un 40 o 60% el uso del coche. Las transacciones a través de internet pueden hacer que los grandes centros comerciales se conviertan en algo obsoleto. Hay en cambio nuevos chips que pueden almacenar increíbles cantidades de información en piezas microscópicas, diodos que emiten luz durante 20 años sin la necesidad de bombillas; lavadoras ultrasilenciosas que no necesitan agua, calor o jabón; materiales superligeros más fuertes que el acero; papel que se puede reimprimir y “desimprimir” de nuevo; tecnologías que reducen o eliminan la necesidad de plaguicidas o fertilizantes; polímeros que pueden generar electricidad a partir del talón de tu zapato; y techos y carreteras que se utilizan además como colectores de energía solar.

Por supuesto, algunas de estas tecnologías resultarán poco prácticas o tendrán incluso efectos secundarios indeseados. Pero a pesar de ello, hay mil otras tecnologías haciendo cola, que van contra la corriente derrochadora actual y en pos de una mayor productividad de los recursos.

Qué debemos fomentar

¿Cómo pueden los gobiernos ayudar a ir más rápido en este nuevo camino empresarial? La implicación más fundamental es simple de imaginar, pero difícil de ejecutar: debemos revisar el sistema de impuestos, para dejar de subvencionar comportamientos que no queremos (que generan el agotamiento de los recursos y la contaminación) y no gravar con impuestos lo que queremos (más bienestar y trabajo).

Los impuestos y las subvenciones son información. Todo el mundo actúa cada día según esta información. Los impuestos hacen que algo sea más caro para comprar; las subvenciones bajan los precios artificial-mente. En muchos países se subvenciona la explotación ambiental, los coches, las gra-des corporaciones y los enredos tecnológicos. Subvencionamos la producción de energía proveniente del carbón y del petróleo; subvencionamos masivamente un sistema de transporte que nos ha llevado al despropósito urbanístico actual, con ciudades que no paran de crecer; subvencionamos tecnologías arriesgadas como la fisión nuclear y sistemas de armas que nunca se utilizarán (afortunadamente)…

Subvencionamos asimismo la recogida de basuras en todas sus formas, desde los cementerios de desperdicios hasta los cementerios de residuos nucleares. Con todo esto, alentamos una economía que desperdicia el 80 por ciento de lo que consumimos después de un único uso.

En cuanto a la agricultura, lo subvencionamos todo: las producciones agrícolas, la agricultura no productiva, la destrucción agrícola y la restauración agrícola… Luego está el dinero que destinamos a las empresas: tierra barata arrendada para abrir estaciones de esquí, bancos mal gestionados que no van a la quiebra porque pagamos entre todos el agujero que dejan…

Estas son algunas de las actividades que fomentamos. Aparentemente, lo que impedimos es el bienestar laboral y social, ya que sobre todo gravamos con impuestos las rentas del trabajo y los beneficios, desaniman-do a ambos. Una política que apoye la productividad de los recursos requerirá cambiar el sentido de los impuestos; pasar de gravar lo “bueno” del trabajo a gravar los “males” sociales de la explotación de recursos, la contaminación, los combustibles fósiles y los residuos. Este cambio en los impuestos debería ser un “ingreso neutral”. Es decir, por cada dólar o peseta de impuestos que graven adicionalmente los recursos o los desechos, se debería eliminar un dólar o una peseta de los impuestos que gravan el trabajo. Como se aumenta el coste de los residuos producidos y los recursos utilizados, los empresarios ahorrarán dinero contratando mano de obra fiscalmente menos cara, en vez de recursos más caros.

El propósito de este cambio en los impuestos sería cambiar “lo que está sujeto a impuestos”, no “quién” está sujeto a impuestos. Pero no hay ningún traslado de impuestos que sea uniforme, y sin un ajuste previo que favorezca a las capas sociales con menos ingresos, aplicar impuestos a los recursos sería más bien socialmente regresivo. Por eso, hay que hacer un esfuerzo para mantener el mayor peso de los impuestos en los grupos de mayor renta. Lo que tenemos que definir es el propósito del sistema impositivo, porque aparte de generar ingresos, el sistema actual no tiene un objetivo definido. Por supuesto, cambiar sólo los impuestos no cambiaría la manera actual de hacer negocios. Este cambio debe venir acompañado además de una amplia serie de cambios políticos en cuestiones de mercado global, educación, desarrollo eco-nómico, econometría (incluyendo medidas de desarrollo y bienestar) e investigación científica. Y también cambios que permitan profundizar la democratización de los estados.

El futuro nos pertenece

En 1750 pocos podían imaginar el resultado de la industrialización. Hoy en día, la expectativa de una revolución en la productividad de los recursos en el siglo XXI es igualmente difícil de asimilar. Pero promete una economía que utilizará progresivamente menos material y energía, con unos servicios y productos que seguirán mejorando. Una economía que puede detener el deterioro ambiental. Y, finalmente, una sociedad en la que tengamos disponible más trabajo útil y que valga la pena, que cantidad de gente para llevarlo a cabo. ¿Una visión utópica? No. La condición humana permanecerá. Seguiremos siendo poco previsores, sabios, estúpidos o justos. Ningún sistema económico es una panacea y tampoco puede hacer que una persona sea mejor. Pero como el siglo XX nos ha enseñado dolorosamente, un mal sistema seguro que puede destruir a buena gente.

No consiste en hacer cambios súbitos, desarraigar instituciones o fomentar trastornos para un nuevo orden social. Consiste en tomar pequeñas y críticas decisiones que pueden beneficiar a los factores económicos y sociales de muchas maneras. Para los negocios, las oportunidades son enormes y claras. Con la población doblándose en algún momento del siglo que viene, y la disponibilidad de los recursos per cápita cayendo a la mitad o tres cuartos en este mismo período de tiempo, ¿qué factor en la producción piensas que valoraremos más y cuál menos?

Grupos como Earth First!, Rainforest Action Network y Greenpeace, al abordar cuestiones como el efecto invernadero, la contaminación química o la pérdida de viveros, vida salvaje y bosques, están haciendo más por preservar la actividad económica que todas las cámaras de comercio juntas.

El futuro pertenece a los que entiendan que hacer más con menos es bondadoso, próspero y duradero y, asimismo, más inteligente e incluso más competitivo.